jueves, 27 de enero de 2011

Yehudi Menuhin

Poca gente de mi generación puede presumir de haberse cruzado con un genio.
Tuve esa suerte a los 7 años cuando mis padres, que me habían apuntado a unas clases de violín me llevaron a ver en vivo al maestro Yehudi Menuhin.







Era una noche entre semana, un miércoles si no recuerdo mal, porque los conciertos de música clásica no entienden de horario infantil. Las entradas, compradas desde semanas estaban encima de un mueble del comedor y no pasaba un día sin que vaya a comprobar que seguían en su sitio. Me daba un miedo tremendo perderme esta "cita" con el que descubrí a través de unos casetes (de estos que había que dar con el tapón de un bolígrafo Bic a la ruedecita si la cinta se salía) dónde dirigía Las Cuatro Estaciones de Antonio Vivaldi.

El concierto se daba en La Halle aux Grains, famosa sala de música clásica de Toulouse. Cuando me pongo a pensar en este evento de mi vida me vienen a la memoria una sinestesia de recuerdos. De estas veces que no sólo ves imágenes, sino que recuerdes a la perfección los olores, el ruido, la impresión.
Recuerdo el ambiente cálido de la sala que coloraba mis mejillas, las luces de las bombillas en forma de llamas de la lámpara araña, que se reflejaban en mis zapatos de charol, el suave y calmante olor de Rouge d'Hermès, la colonia de mamá.
La cacofonía de la preparación de los músicos ya me parecía todo un espectáculo. Era la primera vez que veía una orquesta al completo y se me secaban los ojos de tenerlos tan abiertos sin casi parpadear, por no perderme ni un detalle.
Por mucho que me guste escribir, creo que nunca encontraré la forma de plasmar en palabras la mezcla de sentimientos que me invadieron cuando Yehudi Menuhin pisó el escenario. A pesar de mi temprana edad, disfruté de este momento de gracia. Incluso creo que en ninguna ocasión he vuelto a sentirme tan artísticamente llena. Ni viendo al Ballet Nacional Ruso bailando El Cascanueces, ni descubriendo en las tablas del Théâtre National de Toulouse a la obra teatral que hasta entonces sería mi favorita, Incendies de Wajdi Mouawad.
Pero todo el interés del mundo no puede con el sueño de un niño cuando las agujas del reloj se reúnen. Así que plácidamente, cerré los ojos, y me deje llevar por la melodía. Al igual que la pequeña Clara en el cuento músico de Tchaikovsky, las notas se infiltraron en mis sueños.
El fuerte olor a colofonia, esta resina que se hecha en el arco del violín. La tela de la chaqueta de papa en mi cara cuando me llevó en brazos. El rúnrún del motor del coche que me arrullaba rumbo a casa.


Yehudi Menuhin interpretando en su juventud a Paganini (Caprice nº 24)



Cuando una mañana de marzo 1999 escuché por la radio la noticia de su muerte se me cerró la garganta. Pero estaba orgullosa de haber sido por una noche, aquella niña que todavía llevaba faldas de tablas y que pudo escuchar al maestro en primera persona.

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